Friday, November 3, 2017

Una reflexión en torno a la muerte


por Jimy Cruz

Antes de nacer no estábamos conscientes de nada. Es más, en principio ni siquiera teníamos derecho  a la vida,  si tal cosa puede entenderse como un derecho. No me imagino absolutamente a nadie presentándose en alguna dependencia solicitando su derecho a vivir, es por ello que la vida se considera un regalo. ¿Pero un regalo de quién? Por lo pronto diremos que un regalo de la providencia, de la Gracia de algún ser superior a todos nosotros (Dios, acaso una divinidad o muchas al mismo tiempo)  o en última instancia de la imponente φύσις (“physis”). Sí, ese ente que en la filosofía griega representa de manera general todo lo que brota y que hoy entendemos como “naturaleza.”

Si la vida y nuestra adecuación a éste mundo es el nacimiento y ejercicio constante de la conciencia y la autoconciencia, entonces el no nacer o el antes del nacer sería la ausencia total de esa conciencia y por lo tanto la nada.  Más aún ¿Si la vida es un regalo de la naturaleza, de Dios o de muchos dioses entonces qué es la muerte? Platón afirmó que la filosofía es una meditación de la muerte. Pongamos algo en claro, primero que nada aborrecemos totalmente hablar de la muerte y presiento que una de las razones por las que tenemos ese sentimiento inicial es precisamente porque implica la cesación, es decir, la desaparición de la existencia. Pero implícitamente no sólo es la desaparición de la existencia del “otro” (cosa que experimentamos más o menos en forma cotidiana) sino eventualmente sabemos que corresponderá a la desaparición de nuestra propia existencia. Pero, un momento, regresemos un poco en el tiempo, si la vida es un regalo, y la muerte es la desaparición, la cesación o la inexistencia total de la vida, ¿Entonces es la muerte ese corte de caja donde tenemos que entregar el regalo que nos fue entregado al nacer, y si antes de nacer ya veníamos de la nada absoluta, entonces después de la muerte volvemos a desembocar en la nada absoluta? Así por lo pronto diré que no lo sabemos.

Lo que sí tenemos por cierto es que tenemos consciencia de la muerte y la misma siempre se presenta ante nosotros como una “otredad.” Me explico, siempre experimentamos la muerte en el otro, es decir, en el amigo, el familiar (generalmente los más ancianos, aunque cruelmente no siempre) y en los vecinos o conocidos. Es decir, la muerte, la presente la real, la cotidiana nunca es nuestra propia muerte. En éste sentido, y en sentido estricto podríamos entonces decir – como Epicuro - que la muerte no existe, porque cuando estamos vivos ella ésta ausente, lejos de nosotros, y cuando estamos muertos no nos percatamos o no nos damos cuenta de que estamos muertos o como Wittgenstein, “La muerte no es un evento de la vida: no se vive la muerte.” Si la muerte implica la expiración de la existencia, de la consciencia y de la autoconsciencia, como efectivamente creo que lo es, entonces esa es la razón por la que únicamente la podemos experimentar tristemente en los demás, pero nunca en nosotros mismos. Es por ello que se afirma que la muerte es para los vivos, no para los muertos. Sé que esto parece una paradoja, pero razonándolo bien, no lo es.

Ahora bien, regresemos al cause de la filosofía. Se ha dicho que toda filosofía pasa su prueba fundamental al elaborar una teoría o tratar de encontrar una explicación al tema de la muerte. Estoy en total desacuerdo, ya que si así fuera, por lo menos toda la filosofía occidental se consideraría una filosofía fallida. No creo que se haya presentado ante nosotros, no por el momento, un planteamiento filosófico tan radical o contundente como para explicar de qué se trata esa quimera que se nos escapa y que sólo podemos experimentar en la otredad total. Pero asumamos por un momento que así es, y es una buena noticia, porque eso me llevaría a encontrar una liga inmediata entre la filosofía griega y la filosofía de nuestros pueblos de América, particularmente los del altiplano, digamos por lo pronto los nahuas, que fueron los que mayormente elaboraron sobre la muerte.

En éste sentido, consideraríamos el origen de la filosofía occidental (en sentido estricto) en Grecia, pero nos veríamos en la necesidad de conceder al menos una práctica filosófica, así sea en sentido amplio, que ya estaba presente en los pueblos de América. Si algún día se llega a comprobar ésta tesis, entonces por lo menos la muerte ya nos habrá hecho un enorme favor, ubicarnos nada más y nada menos que en la esfera del pensamiento occidental. Y será grande la aportación, ya que nuestros pueblos de América tenían una actitud al parecer bastante natural hacia la muerte, ya sea en los sacrificios, en los combates, en las guerras y hasta en la jerarquía o importancia que se le daba a la muerte al pelear hasta la ultima gota de sudor para ganársela en los juegos de pelota de Mesoamérica. En éste sentido, la muerte para nuestros pueblos originarios no sólo era θεωρία (theōría o teoría) sino que era una πρᾱξις (praxis) total y radical. Es decir, se vivía no sólo para vivir, sino que se vivía para morir y para morir de la mejor manera posible.  En nuestros pueblos originarios no era tan importante como vivías sino como morías. Es decir, no era lo mismo simplemente morir, que morir en combate o morir en un sacrificio a alguno de los dioses del espectro precolombino. Por ello, para nuestros ancestros precolombinos era tan importante el mundo como importante lo era el inframundo.

Así las cosas, debió ser un choque o un trauma introducir en la noción, en el entendimiento y en la práctica de vida de nuestros ancestros (aquellos que se enfrentaron al proceso de la conquista) el concepto de la muerte que trajeron a nuestras tierras los conquistadores, ambos; los que traían un arma y los que traían la Biblia y la Cruz, o ante los que traían las armas y la Biblia y también la Cruz, es decir, la muerte entendida como ese pago que tenemos que hacer al final de nuestras vidas por el pecado original. Justamente así fue como el cristianismo nos introdujo el concepto de la muerte – como una cuña en la tierra fértil  - y nos abrió de lleno las puertas a la reflexión occidental al llevarnos a pensar en la muerta como: a) inicio de un ciclo, b) fin de un ciclo o c) la posibilidad existencial. A saber, si la vida y el alma tienen existencia después de la muerte, entonces la muerte sería un bien para el alma ya que ésta ejerce mejor su actividad sin el cuerpo (Plotino). Este es un concepto de la muerte presente en aquellas ideologías que la ven como la antesala para una vida mejor o como la entiende Schopenhauer quien compara la muerte con el ocaso del Sol, que es al mismo tiempo, el nacimiento del sol en otra parte.

Por otro lado, es inevitable pensar en la muerte como fin de un ciclo ya sea como reposo o cesación de los cuidados de la vida, como reposo de los sentidos y de los impulsos que nos arrojan aquí y allá como marionetas, pero reposo también de las divagaciones de nuestros razonamientos y de los cuidados del cuerpo (Marco Aurelio). Como decadencia y disminución de la vida (Leibniz), o como “inadecuación del animal a la universalidad, que es su enfermedad original y es el germen innato de la muerte” (Hegel). Aquí es donde nos vemos forzados a regresar al concepto bíblico de la muerte como el pago que tenemos que hacer por el pecado original. La muerte, la  enfermedad y cualquier defecto corporal dependen de un defecto en la sujeción del cuerpo al alma. ¿Es decir, muerto el cuerpo sigue existiendo el alma? La comparación con el descenso de los muertos al Mictlan o al inframundo precolombino es inevitable y quizá por ello el cristianismo se arraigó tan bien en nuestra cultura, porque así entendido la muerte allá y acá siempre abrió una posibilidad existencial.

¿Qué debería ser entonces para nosotros la muerte? Si es siempre la muerte de los otros y nunca la muerte de nosotros mismos, entonces es una nada. Es decir, así entendida la muerte no existe.  Y si cuando es nuestra propia muerte (cosa que no podremos experimentar jamás) es la apertura  o el comienzo de una nueva existencia, entonces la muerte tampoco existe. Seria en ese sentido sólo tránsito o puente o interregno entre dos reinos, el reino de los vivos y el reino de los muertos, que dicho sea de paso siempre ha sido el reino de los justos, ya que los muertos son los únicos que no pecan y por lo tanto son los únicos que pueden ser considerados verdaderamente santos (o preséntenme a un vivo que jamás haya pecado). ¿Estamos pues dispuestos, conscientes y contentos de cruzar hacia una nada donde siempre seremos justos y recordados como Santos hasta que todos los que nos rodean también hayan muerto y ya nadie nos recuerde y nadie los recuerde a ellos y así hasta que el tiempo roce el infinito?






Monday, October 9, 2017

Los límites de la moral

Los límites de la moral

La dificultad con la moral es que no podemos ni prescindir ni conformarnos con ella. No podemos conformarnos, de entrada, porque es esencialmente negativa. No mentirás, no matarás, no harás sufrir… La moral está hecha de prohibiciones, que, incluso cuando se expresan en forma afirmativa (« respeta la vida ajena»), siempre acaban diciendo no. La moral supone el deseo del mal, y se opone a él. Respetar la vida ajena no sería un deber (o ese deber no sería de orden moral) si el asesinato no fuera posible y, a veces, tentador… Por lo que la moral dice no o, mejor aún, ese no es la moral misma. Pero no siempre se puede decir no. Sería una necedad o un abandono. Se trata más bien de decir sí, al mundo y a la vida, y eso es a lo que nos lleva la sabiduría. «No contagiarse de sida —me decía un amigo—¡no es una finalidad suficiente en la existencia!» No matar tampoco, igual que no mentir, no robar, no torturar… Ningún «prohibido» es suficiente, y por esa razón la moral no basta. Basta aún menos cuando es una exigencia infinita, y por tanto siempre insatisfecha. La santidad no es de este mundo, y Kant ya vio, es uno de los postulados de la razón práctica, que ni la muerte sería suficiente para acercarnos a ella… La moral es infinita; la vida, finita. Así pues, la moral es siempre demasiado grande para nosotros, o bien nosotros somos demasiado pequeños para ella. Basar la propia vida únicamente en la moral sería condenarse al fracaso. Querer ser un santo sería prohibirse ser un sabio. Finalmente, la moral es incapaz de procurarnos la felicidad, incluso cuando la mereciéramos. Es lo que Job ilustra trágicamente en la Biblia y de lo que Kant hizo poco más o menos la teoría. Sobre este punto ya no podemos compartir el optimismo de los antiguos griegos. La virtud no es suficiente para la felicidad, ni la felicidad para la virtud. No es suficiente convertirse en alguien digno de ser feliz para serlo; por ello, de nuevo, la moral no basta. La moral, piensen lo que piensen los moralistas, no sirve pues ni de sabiduría ni de filosofía. Porque es negativa, porque es infinita, porque fracasa al intentar hacernos felices, para nosotros es una obligación, siempre, y una aflicción, con mayor frecuencia. (Doble herida en nuestro amor propio: ¡tener necesidad de una moral! ¡ser incapaz de someterse a ella hasta el final!). No podemos pues conformarnos con ella: quien no viviera más que para ella, en última instancia no viviría. Dejemos la santidad a los muertos, y que ése sea el sentido, para nosotros, del día de Todos los Santos… Pero si no podemos conformarnos con la moral, tampoco podemos prescindir de ella. ¿Por qué? Porque se trata de prohibir lo peor, de lo que somos capaces, y, a falta de santidad, de permanecer al menos humanos —o mejor, de no terminar nunca de convertirnos en humanos—. Recordemos la bella fórmula de Alain: «La moral consiste en saberse espíritu y, en esta calidad, absolutamente obligado; pues nobleza obliga». Esa obligación es la moral; esa nobleza, la humanidad (cuando no se conforma con ser una especie animal). Nobleza frágil, y por ello en completa tensión contra su contrario, que es la bestia que hay en el hombre y lo inhumano de la humanidad. Combatir la barbarie fuera de uno mismo es política; dentro de uno mismo, es moral. La moral es, por lo tanto, tan necesaria como insuficiente: se trata de rechazar lo innoble, y en verdad es la única nobleza. La felicidad sólo llegará, si llega, por añadidura. La moral es lucidez (acerca de uno mismo) y respeto (al otro). Y esto nos dice lo que hay que pensar de los inmoralistas: a menudo son más unos necios que unos bárbaros.

Andreé Comte-Sponville 

Sunday, May 28, 2017

El Dogma

El conocimiento constituye, sin duda, uno de los problemas más candentes de la filosofía de todos los tiempos. Para el filosofo es una cuestión capital la de llegar a determinar del modo más riguroso posible qué es lo que el hombre puede saber y cómo puede llegar a saberlo. En esto se distingue radicalmente la filosofía de toda forma de dogmatismo. El dogmático es aquél que piensa que su conocimiento sobre las cosas, sobre el hombre, sobre la sociedad y sobre la historia tiene un carácter absoluto y definitivo. El dogmático se caracteriza por no admitir opiniones contrarias a la suya. Lo que él ha llegado a saber es incontestable. Decir esto supone, en el fondo, que el hombre puede conocer toda la realidad de un modo totalmente cierto que no deja lugar a la duda. Hay una serie de verdades que todos han de admitir, piensa el dogmático, y quien no lo hace o es un ignorante o es una persona mal intencionada. Si atendemos a los debates públicos [y también a los privados], a las diferentes polémicas que tienen lugar entre las fuerzas actuantes en el interior de una sociedad, nos encontramos sin duda muchas posturas dogmáticas. Lo peor del dogmatismo no es solamente el error filosófico que entraña, sino también y sobretodo el hecho de que las posturas dogmáticas suelen estar unidas a actitudes profundamente intolerantes. Aquel que piensa que ya posee la verdad absoluta y la explicación satisfactoria para todo, despreciará e incluso pretenderá eliminar a quien piense de un modo opuesto. (Extracto del Libro, "Introducción a la Práctica Filosófica" Autor: Antonio González, Capítulo 2, página 45). 

Wednesday, May 17, 2017

¿Por qué el Hombre Vive en Sociedad?


Introducción

El presente curso de Filosofía de la Sociedad impartido de forma magistral por el profesor Héctor Garza, SJ, me ha dejado muy satisfecho, ya que en primera instancia me ha dado las herramientas para elaborar algunas respuestas en torno a las siguientes preguntas:

¿Por qué el hombre vive en Sociedad[1] y no de forma aislada?
¿Por qué existe la Sociedad y no individuos de forma separada?
¿Cuáles son las causas que nos llevaron a salir de un estado de naturaleza para pasar a un estado social?
¿Es la necesidad del hombre de vivir en sociedad lo que nos ha llevado a ésta organización de vida y por lo tanto política?
¿Existe tal necesidad de forma natural?
¿Por qué el hombre vive sometido a las reglas y a las leyes del Estado Civil?
¿Seguiría siendo posible un estado de naturaleza anterior a la instauración de un poder común, de reglas comunes, e incluso antes de toda vida en sociedad?
¿Podemos partir de la premisa de que el estado de naturaleza es un estado puramente hipotético e insatisfactorio?
¿Podemos asumir que efectivamente la vida del hombre en estado de naturaleza – según decía Hobbes – se caracteriza por ser solitaria, necesitada, penosa, brutal y corta?
¿El Estado Social nos garantiza entonces una vida plena?
¿Nos garantiza efectivamente nuestra vida?
¿Estamos entonces mejor en el sentido de plenitud de la vida en estado natural que en estado social?

Sobre estas preguntas elaboraré a continuación algunas respuestas, pero primero me veo en la necesidad de resumir, así sea brevemente, la perspectiva de Xavier Zubiri (Zubiri) en relación a por qué el hombre vive en sociedad.

La Perspectiva de Xavier Zubiri

En primer lugar, deberíamos comenzar definiendo al hombre, ese hombre que según hemos visto en las lecciones de Antropología Filosófica es una estructura abierta a su realidad. En éste sentido, a diferencia de los animales que sólo obedecen a sus instintos, el hombre sólo obedece a realidades. Es decir es una estructura abierta a las cosas (lo cual circunscribe sus posibilidades) y a los demás hombres (como consecuencia de su nihilidad ontológica)[2]; la coexistencia por tanto no es una necesidad de su razón, sino una dimensión formal del ser humano. De ésta manera es que el hombre “proyecta” en común, y realiza actos comunes con los demás hombres. Este hacer en común lleva una doble vertiente: a) El ejercicio de la potencia correspondiente, cuyo resultado es el hecho social y b) ejercer una libertad dentro de ciertas posibilidades, tales como el acontecimiento social y el hecho histórico. La realidad social es así, la actualización de la potencia que el hombre tiene de convivir con los demás en lo que esa actualización tiene de puro ejercicio, de habitud para con los demás. Es decir, el hombre caracteriza la  coexistencia como dimensión formal originaria del ser del hombre.

Es pues, en éste sentido que Zubiri identifica que los otros han intervenido en mi vida y que están interviniendo en ella, así como que los hombres van imprimiendo en mí la impronta de lo que ellos son. Es decir, el paso de los otros es lo que me va haciendo semejante a ellos.  Eso significa que esta intervención de los otros, refluye sobre mi propia realidad y hace que los otros se vayan incrustando en mi vida, es decir, en mi acción y en mis acciones. Los otros van configurando mi propia realidad a través de su acción interventora.

Configurando de determinada manera. Esto es lo que Zubiri llama habitudes en tres sentidos:

1.     Habitud estructural: Una manera o una forma de habérselas con las cosas y conmigo mismo. Que pende de la estructura sensible del hombre.
2.     Habitudes operativas: Es una manera de vérmelas con las cosas.
3.     Habitudes configurativas: Son no estructurales, sino adquiridas por la intervención de los otros en mi estructura. Es decir, mi forma va quedando determinada por ellas y con base en ellas el hombre va estableciendo un patrón de respuestas.

En éste contexto es que se dan las habitudes sociales, es decir, adquiridas pero sociales. En la articulación de sensaciones y de respuestas, quedan entreverados los demás. No solamente se actualizan los otros, sino que los otros quedan incorporados a mi propia acción. La realidad de los otros queda impresa en mi estructura accional. La fuerza de imposición también se radicaliza. Esta radicalización ya no es expresión, sino una impresión en mi propia acción, es decir, es una incorporación de los otros en la estructura accional. Por lo tanto, nos vamos incorporando unos y otros. Y esa es la configuración del cuerpo social.

La fisonomía no sólo es un conjunto de rasgos, sino que ésta también concierne al sistema humano entero. Son los demás que comenzaron por meterse en mi vida. Esta intromisión de los demás es lo que hace que yo pueda expresarme. A expresar mi propia realidad. Si los otros no intervienen en mi vida, me faltaría humanidad. Esto se debe a que, como decía anteriormente, el hombre es una estructura abierta a realidades, ya que, por ejemplo la estructura accional de los animales  no está abierta.

Es así como los demás ciertamente determinan la mayoría de mis acciones. En cuanto seres humanos, somos totalmente distintos. Aprendemos lo que nos dicen que hay que aprender. La forma como los demás han dejado a nuestro alcance lo que tenemos que aprender y entonces la sociedad es un factor de determinación. La mayor parte de mis acciones están determinadas y las cosas gracias a esta configuración se convierten en posibilidades. Por lo tanto, toda posibilidad está montada en la habitud, es decir, en el sentido o la manera de habérnosla con la naturaleza está decantando ya un sentido de la naturaleza.

No todo lo que el hombre piensa es posible. El haber humano es lo que hay en las habitudes. Ese haber humano que en el ámbito histórico se le llama tradición y a los contenidos intelectivos es a lo que Zubiri va a llamar mentalidad. Llevan consigo un montón de contenidos intelectivos. Es decir, la forma concreta de entender los recursos y las circunstancias. El conjunto de contenidos intelectivos es lo que va formando la mentalidad. Estos contenidos se manifiestan sobretodo en le lenguaje. Es lo que se va a llamar en este campo: tradición. Es decir, que la tradición es el acto en el que se nos da un determinado haber humano, una determinada realidad y una forma de estar en la realidad.

La perspectiva de Hobbes, Locke, Rousseau y Weber

Los filósofos arriba indicados pueden señalarse como pertenecientes al periodo del renacimiento y la ilustración, pensaban a la sociedad y al hombre tanto  en estado de naturaleza como en estado civil en términos mucho más antropológicos. Por ejemplo, Hobbes  parte del hecho de que el hombre en estado de naturaleza tiende a vivir en estado de perpetua guerra y en un lugar hostil donde incluso la vida misma no está asegurada. Es por lo anterior, que el hombre debe dar un salto y entrar en el pacto social o en estado civil, con el principal objetivo de asegurar la vida. Otro aspecto importante de estos pensadores es que parecen coincidir en que el nacimiento del hombre en estado de sociedad coincide con el establecimiento de la propiedad como institución que posteriormente establecerá las reglas de convivencia entre aquellos que poseen bienes (particularmente bienes de producción) y los ciudadanos que solo pueden aportar el trabajo, que en última instancia es el único medio a través del cual pueden generar valor en la sociedad y por lo tanto también acumular bienes. Dicho lo anterior, en estos pensadores, pero particularmente en John Locke, el estado social nace con la necesidad imperiosa de proteger la institución de la propiedad privada. 

El punto de vista de Rousseau en tanto critica radical al estado del hombre en sociedad (particularmente en su Discurso sobre la Desigualdad), parece al menos en primera lectura, negar y ser pesimista de los aspectos que han caracterizado al hombre viviendo en estado de sociedad. A saber, salud mermada, ir y venir constante en un mundo lleno de presiones y reglas auto-impuestas que van en detrimento de su propio desarrollo. No obstante, después de reflexionar con atención los puntos indicados por Rousseau en el Contrato Social, podemos pensar que lo que realmente propone Rousseau es un Estado en el cual el hombre pueda vivir plenamente convencido de que dicho estado garantizará tres elementos importantes para su felicidad, es decir: primero que le preserve la vida, que le garantice una participación efectiva en la sociedad y que le otorgue garantías concretas para preservar su propiedad. De la lectura del contrato social, no obstante, podemos concluir que el hombre sería más feliz viviendo en Estados pequeños donde la participación de los ciudadanos y la garantía de la vida es más efectiva.

Por otro lado, una de las características del pensamiento de Hobbes es que su tiende a ser mucho más estructuraista y empirista, y por lo tanto quizá, influenciado por el pensamiento de Galileo, Hobbes tiende a desarrollar una visión mecanicista del mundo según la cual lo único qué hay son "cuerpos" en movimiento. Dicho de ésta forma, hay dos clases fundamentales de cuerpos: los cuerpos naturales y los cuerpos sociales. De acuerdo con ello entonces, habría dos ramas fundamentales de la filosofía: la filosofía natural y la filosofía civil. Esta última puede tratar de los elementos constituyentes de los cuerpos sociales, de los hombres en sus disposiciones y afecciones, en cuyo caso es ética; o de los cuerpos sociales en si mismos, en cuyo caso es política. Con base en lo anterior, la doctrina de los cuerpos humanos es el fundamento de la doctrina del cuerpo social, de la sociedad o commonwealth. Hobbes concibe entonces al hombre como un ser profundamente antisocial. Ello sucede porque como los hombres tienen todos las mismas capacidades, tienen también las mismas esperanzas de conseguir los fines que apetecen y  como no pueden todos conseguir o gozar de las mismas cosas, se convierten en enemigos naturales. Por lo tanto, hay tres principales causas de disputa, la competencia, la desconfianza y el deseo de fama. La primera hace que los hombres quieran la ganancia, la segunda que quieran la seguridad y la tercera que quieran la reputación. Por lo tanto los hombres viven en estado de naturaleza en permanente guerra y competencia y dejándolos en dicho estado, el Estado Social no sería posible. 

Así el primer paso que debe darse para hacer posible la sociedad como tal es renunciar. Pero ello no basta, hay que dar otro paso y ese paso consiste en "transferir" los derechos propios. Cuando hay una mutua transferencia de derechos hay lo que se llama contrato. Así pues la sociedad se haya fundada en un contrato social, es decir, en un acuerdo mutuo de no aniquilarse. Este contrato sin embargo, no puede subsistir si no es asegurado y garantizado por un soberano que concentre el poder en sus manos. 

Ahora bien, según el pensamiento de Max Weber, los datos empíricos no pueden proporcionar ninguna base para establecer juicios de valor. Lo anterior no quiere decir que no puedan formularse tales juicios e incluso que no se pueda apelar a estos datos empíricos para tales efectos. El conocimiento de la sociedad es, para Weber, un conocimiento empírico y objetivo. No es ni una mera descripción ni tampoco una simple conceptuación, sino una mezcla de ambas adecuada al tipo de objetos considerado. La conceptuación incluye lo que Weber llama "tipos ideales." Estos no se derivan inductivamente del material empírico, aún si este material ayuda a su formación. No denotan tampoco ninguna realidad empírica. No son resultado de clasificaciones. Sin embargo, no son tampoco meras ficciones. Son modelos o construcciones racionales que funcionan a manera de conceptos límites y que describen modos de comportamiento social que tendrían lugar en condiciones de total racionalidad. 

A Manera de Reflexión Final

Un aspecto fundamental del enfoque de Zubiri en oposición al establecido por Hobbes, Locke, Rousseau y Weber, es que el hombre vive en estado de sociedad precisamente debido a que esa es la característica inalienable de su humanidad.  Es decir, si la única forma de ser humano es la apertura del hombre a su realidad y esa realidad incluye cosas pero también otros hombres que coexisten en un ámbito meramente cultural, entonces a diferencia de los autores que ponderan el contrato social, Zubiri establecería que precisamente debido a ese estado humano (previo al establecimiento de cualquier contrato) es que el hombre entró y siempre estará en sociedad como único ámbito donde realmente podría realizarse e ir realizando a los demás hombres que le rodean.



Guadalajara, Jalisco a 17 de mayo de 2017


[1] Socius en latín, es el compañero, el asociado, el aliado: vivir en sociedad es vivir en compañía, pero también es un sistema estructurado de asociaciones y alianzas. La sociedad implica una coordinación, pero también una subordinación de unos elementos a otros, a decir de Bergson. Es lo contrario de la soledad, o mejor, del aislamiento, de la dispersión y de la guerra, como decía Hobbes, de todos contra todos. Por eso los seres humanos necesitan la sociedad, porque no pueden vivir solos, ni sólo unos contra otros. Porque solo pueden asilarse como decía Marx, en el seno de la sociedad. Las sociedades de los hombres tienden sin embargo a ser mucho más frágiles que las de los insectos, porque a diferencia de los animales que obedecen a un instinto sus reglas son culturales.  Porque los individuos son libres de infringirlas o no. Ahí es precisamente donde comienza la política y por lo tanto ahí es donde comienza la moral.
[2] El hombre, para ser hombre tiene que estar haciéndose en la realidad, y en ese hacer se encuentra con que tiene que actuar con cosas reales que se presentan como vehículo de la realidad misma. El hombre se hace en la realidad, en su enfrentamiento con ella por tanto, vive de ella.

Saturday, May 6, 2017

La Barbarie Infantil

Autor: André Comte-Sponville 

Los niños son unas víctimas ideales: más débiles que nosotros, más ingenuos, y sin posibilidad, muy a menudo, de defenderse. Hay pues que protegerlos, contra la violencia, la necedad o la obscenidad de los adultos, contra los padres verdugos o inconscientes, contra los pedófilos, los sádicos, los perversos… Si el sufrimiento de los niños es el mayor mal, como demuestra Marcel Conche, protegerlos es el primer deber, y el más urgente. Horror absoluto: deber absoluto. Protegerlos, pues, contra los adultos. La policía sirve para esto, y la moral también, quizá. Pero protegerlos, igualmente, contra ellos mismos, y a unos de otros. Los dos crímenes de Liverpool y de Vitry, por diferentes que sean, tienen en común recordarnos esta evidencia. Los niños forman parte de la humanidad, para lo mejor, es cierto, pero también para lo peor. Ni ángeles ni bestias, pero más próximos no obstante a las bestias, y más cuanto más jóvenes son. Nuestra época, de tanto amar a los niños, tiende a olvidarlo. «Esta edad no tiene piedad», decía La Fontaine. Pero ¿quién lee todavía a La Fontaine? «Era niño —escribe Víctor Hugo—, era pequeño, era cruel…» Pero ¿quién lee todavía a Víctor Hugo? He visto al padre de una de esas pequeñas víctimas en televisión, hundido, manifestar su sorpresa por el hecho de que el asesino sea tan joven —¡ diez años!—, y reconocer que eso cortocircuita de alguna manera su odio. ¿Cómo odiar del todo a un niño? Ese sentimiento es hermoso. Contra los asesinos, el primer movimiento es de ira, de aborrecimiento, de venganza. Pero con los niños es de perdón. Los dos movimientos chocan aquí, y se temperan. ¿Cómo odiar a un niño? ¿Cómo no odiar al asesino de tu hijo? Y el hombre lloraba por su vida destrozada, por su hijo perdido, por la imposibilidad de odiar o de perdonar realmente… Éramos unos cuantos millones, ante nuestros televisores, un poco incómodos por estar ahí, hasta tal punto la escena era a la vez íntima y atroz, pero fascinados no obstante por la desgracia, como hacemos casi siempre, oscilando entre la angustia (¿ y si esto me ocurriera a mí?) y la compasión… La humanidad comulga con el dolor mucho más que con la felicidad. Sería preferible que fuera a la inversa.

Aunque eso vale más que no comulgar con nada. ¿Quién no envidia a los afortunados? ¿Quién no se compadece de los desgraciados? Pero volvamos a la sorpresa de este hombre por lo que se refiere a la edad del homicida. Un asesino adulto le habría parecido más normal o menos incomprensible. De los adultos, hemos aprendido a desconfiar. Pero ¿de los niños? ¿Qué les aleja de lo peor? ¿Su dulzura, o su debilidad? ¿Su benevolencia, o nuestra vigilancia? Para verlo, probad de repartir unos puñales en una clase de maternal… O mirad a esos chavales norteamericanos que se matan unos a otros, desde hace años, en sus míseros extrarradios… Los niños no son mejores que nosotros, ni menos egoístas, ni menos violentos. Son simplemente menos fuertes, menos armados, menos peligrosos. ¿Pesimismo? No lo creo en absoluto. El pesimismo sería, al contrario, pensar que un niño siempre vale más que un adulto, lo que nos condenaría a todos, inevitablemente, a no sé qué degradación o perversión progresivas… Es más bien lo inverso lo que me parece verdad. El recién nacido es un pequeño animal, sin más ley que el egoísmo. Por ello se le perdona todo. Por ello se le educa. «No matarás.» Esto no está inscrito en ningún gen; está escrito en un libro, o en varios. Los libros son mejores maestros que los cromosomas. Si debemos proteger a los niños, y claro está que debemos hacerlo, no es pues, como creemos demasiado a menudo, porque sean mejores que nosotros, más puros, más dulces, más generosos… Acabemos con esas necias cursilerías. Solamente son ilusiones peligrosas. Si los niños fueran mejores que los adultos, ¿por qué nos tomaríamos la molestia de educarlos, de transmitirles esos valores que ignoran, cuando nacen, que son los del mundo adulto, del mundo humano, y las únicas murallas que nos protegen —y les protegen—de lo peor? Mirad a la madre. Mirad al niño. Y decidme cuál, humanamente, moralmente, es la más bella, la más conmovedora, la más admirable. ¿Qué hay de más sacrificado, salvo excepciones, que una madre? ¿Qué más afectuoso? ¿Qué más paciente? ¿Qué más dulce? ¿Qué más solícito? ¿Y qué hay de más egoísta, a la inversa, que un niño muy pequeño? ¿Qué más impaciente? ¿Qué más iracundo? ¿Qué más violento (los niños, sobre todo) si pudiera? No es culpa suya. Tampoco nuestra. ¿Qué podemos reprocharle a un pequeño animal? ¿Y qué otra cosa somos nosotros, cuando nacemos?



Que este animal pertenezca a la especie humana es un dato probado, son suficientes los genes. Pero ¿serían suficientes para ser humano? Este pequeño Homo sapiens sólo se volverá realmente humano, en el sentido normativo del término, mediante la educación. La herencia no lo es todo, ni es lo esencial. Los padres adoptivos lo saben muy bien. Los docentes lo saben muy bien. La humanidad no es sólo un hecho biológico. Es también un valor, es también una virtud, que se adquiere solamente poco a poco. La hominización que se transmite por herencia y por la que pertenecemos a la especie, no es suficiente; falta todavía la humanización, que se transmite por la familia, por la escuela, por la sociedad, y por la que pertenecemos a la civilización. La naturaleza sin la cultura es siempre salvajismo. La humanidad, como valor, es el resultado de un proceso: uno no nace humano, se vuelve humano. Así pues, el niño sólo es, de entrada, un pequeño salvaje, como decía Diderot, y seríamos tan necios de reprochárselo como de olvidarlo. Acordémonos de El sobrino de Rameau: «Si el pequeño salvaje quedara abandonado a sí mismo, conservara toda su imbecilidad y uniera a la poca razón del niño recién nacido la violencia de las pasiones del hombre de 30 años, le retorcería el cuello a su padre y se acostaría con su madre». Pensamos en Freud, y tenemos razón. Él tampoco se hacía demasiadas ilusiones respecto a los niños. «Perversos polimorfos», decía, lo que no era una condena sino una constatación. El amor se aprende, el respeto se aprende, la dulzura se aprende, incluso la normalidad (para el hombre, que tiene más pulsiones que instintos) se aprende. Se trata de volverse humano. Ese devenir es la infancia, el más bello milagro del espíritu quizás, y la condición para todos los demás. La violencia de los niños no es una aberración, una monstruosidad, una excepción. Es la regla de la naturaleza, de la vida, de la pulsión, de la que no se sale más que con otra regla: la de la dulzura y el respeto. Pero ésta nunca viene dada al nacer. Es cultura contra naturaleza: civilización contra barbarie. Hace falta además que la familia, la escuela y la sociedad estén dispuestas a transmitir al niño ese deseo de humanidad, que es el único que le hará crecer verdaderamente. Sin ese deseo sólo existe la bestia humana, la peor de todas. Y unos brutos desgraciados de 10 años que se encarnizan con su víctima y, sin saberlo, pobres niños, consigo mismos.