Monday, October 9, 2017

Los límites de la moral

Los límites de la moral

La dificultad con la moral es que no podemos ni prescindir ni conformarnos con ella. No podemos conformarnos, de entrada, porque es esencialmente negativa. No mentirás, no matarás, no harás sufrir… La moral está hecha de prohibiciones, que, incluso cuando se expresan en forma afirmativa (« respeta la vida ajena»), siempre acaban diciendo no. La moral supone el deseo del mal, y se opone a él. Respetar la vida ajena no sería un deber (o ese deber no sería de orden moral) si el asesinato no fuera posible y, a veces, tentador… Por lo que la moral dice no o, mejor aún, ese no es la moral misma. Pero no siempre se puede decir no. Sería una necedad o un abandono. Se trata más bien de decir sí, al mundo y a la vida, y eso es a lo que nos lleva la sabiduría. «No contagiarse de sida —me decía un amigo—¡no es una finalidad suficiente en la existencia!» No matar tampoco, igual que no mentir, no robar, no torturar… Ningún «prohibido» es suficiente, y por esa razón la moral no basta. Basta aún menos cuando es una exigencia infinita, y por tanto siempre insatisfecha. La santidad no es de este mundo, y Kant ya vio, es uno de los postulados de la razón práctica, que ni la muerte sería suficiente para acercarnos a ella… La moral es infinita; la vida, finita. Así pues, la moral es siempre demasiado grande para nosotros, o bien nosotros somos demasiado pequeños para ella. Basar la propia vida únicamente en la moral sería condenarse al fracaso. Querer ser un santo sería prohibirse ser un sabio. Finalmente, la moral es incapaz de procurarnos la felicidad, incluso cuando la mereciéramos. Es lo que Job ilustra trágicamente en la Biblia y de lo que Kant hizo poco más o menos la teoría. Sobre este punto ya no podemos compartir el optimismo de los antiguos griegos. La virtud no es suficiente para la felicidad, ni la felicidad para la virtud. No es suficiente convertirse en alguien digno de ser feliz para serlo; por ello, de nuevo, la moral no basta. La moral, piensen lo que piensen los moralistas, no sirve pues ni de sabiduría ni de filosofía. Porque es negativa, porque es infinita, porque fracasa al intentar hacernos felices, para nosotros es una obligación, siempre, y una aflicción, con mayor frecuencia. (Doble herida en nuestro amor propio: ¡tener necesidad de una moral! ¡ser incapaz de someterse a ella hasta el final!). No podemos pues conformarnos con ella: quien no viviera más que para ella, en última instancia no viviría. Dejemos la santidad a los muertos, y que ése sea el sentido, para nosotros, del día de Todos los Santos… Pero si no podemos conformarnos con la moral, tampoco podemos prescindir de ella. ¿Por qué? Porque se trata de prohibir lo peor, de lo que somos capaces, y, a falta de santidad, de permanecer al menos humanos —o mejor, de no terminar nunca de convertirnos en humanos—. Recordemos la bella fórmula de Alain: «La moral consiste en saberse espíritu y, en esta calidad, absolutamente obligado; pues nobleza obliga». Esa obligación es la moral; esa nobleza, la humanidad (cuando no se conforma con ser una especie animal). Nobleza frágil, y por ello en completa tensión contra su contrario, que es la bestia que hay en el hombre y lo inhumano de la humanidad. Combatir la barbarie fuera de uno mismo es política; dentro de uno mismo, es moral. La moral es, por lo tanto, tan necesaria como insuficiente: se trata de rechazar lo innoble, y en verdad es la única nobleza. La felicidad sólo llegará, si llega, por añadidura. La moral es lucidez (acerca de uno mismo) y respeto (al otro). Y esto nos dice lo que hay que pensar de los inmoralistas: a menudo son más unos necios que unos bárbaros.

Andreé Comte-Sponville