por Jimy
Cruz
Antes de nacer no estábamos conscientes de nada. Es más, en
principio ni siquiera teníamos derecho a
la vida, si tal cosa puede entenderse
como un derecho. No me imagino absolutamente a nadie presentándose en alguna
dependencia solicitando su derecho a vivir, es por ello que la vida se
considera un regalo. ¿Pero un regalo de quién? Por lo pronto diremos que un
regalo de la providencia, de la Gracia de algún ser superior a todos nosotros
(Dios, acaso una divinidad o muchas al mismo tiempo) o en última instancia de la imponente φύσις
(“physis”). Sí, ese ente que en la filosofía griega representa de manera
general todo lo que brota y que hoy entendemos como “naturaleza.”
Si la vida y nuestra adecuación a éste mundo es el nacimiento y ejercicio
constante de la conciencia y la autoconciencia, entonces el no nacer o el antes
del nacer sería la ausencia total de esa conciencia y por lo tanto la nada. Más aún ¿Si la vida es un regalo de la naturaleza,
de Dios o de muchos dioses entonces qué es la muerte? Platón afirmó que la filosofía es una meditación de
la muerte. Pongamos algo en claro, primero que nada aborrecemos totalmente
hablar de la muerte y presiento que una de las razones por las que tenemos ese
sentimiento inicial es precisamente porque implica la cesación, es decir, la
desaparición de la existencia. Pero implícitamente no sólo es la desaparición de
la existencia del “otro” (cosa que experimentamos más o menos en forma
cotidiana) sino eventualmente sabemos que corresponderá a la desaparición de
nuestra propia existencia. Pero, un momento, regresemos un poco en el tiempo,
si la vida es un regalo, y la muerte es la desaparición, la cesación o la
inexistencia total de la vida, ¿Entonces es la muerte ese corte de caja donde
tenemos que entregar el regalo que nos fue entregado al nacer, y si antes de
nacer ya veníamos de la nada absoluta, entonces después de la muerte volvemos a
desembocar en la nada absoluta? Así por lo pronto diré que no lo sabemos.
Lo que sí tenemos por cierto es que tenemos consciencia de la
muerte y la misma siempre se presenta ante nosotros como una “otredad.” Me
explico, siempre experimentamos la muerte en el otro, es decir, en el amigo, el
familiar (generalmente los más ancianos, aunque cruelmente no siempre) y en los
vecinos o conocidos. Es decir, la muerte, la presente la real, la cotidiana
nunca es nuestra propia muerte. En éste sentido, y en sentido estricto
podríamos entonces decir – como Epicuro - que la muerte no existe, porque
cuando estamos vivos ella ésta ausente, lejos de nosotros, y cuando estamos
muertos no nos percatamos o no nos damos cuenta de que estamos muertos o como
Wittgenstein, “La muerte no es un evento de la vida: no se vive la muerte.” Si
la muerte implica la expiración de la existencia, de la consciencia y de la
autoconsciencia, como efectivamente creo que lo es, entonces esa es la razón
por la que únicamente la podemos experimentar tristemente en los demás, pero
nunca en nosotros mismos. Es por ello que se afirma que la muerte es para los
vivos, no para los muertos. Sé que esto parece una paradoja, pero razonándolo
bien, no lo es.
Ahora bien, regresemos al cause de la filosofía. Se ha dicho que
toda filosofía pasa su prueba fundamental al elaborar una teoría o tratar de
encontrar una explicación al tema de la muerte. Estoy en total desacuerdo, ya
que si así fuera, por lo menos toda la filosofía occidental se consideraría una
filosofía fallida. No creo que se haya presentado ante nosotros, no por el
momento, un planteamiento filosófico tan radical o contundente como para
explicar de qué se trata esa quimera que se nos escapa y que sólo podemos
experimentar en la otredad total. Pero asumamos por un momento que así es, y es
una buena noticia, porque eso me llevaría a encontrar una liga inmediata entre
la filosofía griega y la filosofía de nuestros pueblos de América,
particularmente los del altiplano, digamos por lo pronto los nahuas, que fueron
los que mayormente elaboraron sobre la muerte.
En éste sentido, consideraríamos el origen de la filosofía
occidental (en sentido estricto) en Grecia, pero nos veríamos en la necesidad
de conceder al menos una práctica filosófica, así sea en sentido amplio, que ya
estaba presente en los pueblos de América. Si algún día se llega a comprobar
ésta tesis, entonces por lo menos la muerte ya nos habrá hecho un enorme favor,
ubicarnos nada más y nada menos que en la esfera del pensamiento occidental. Y
será grande la aportación, ya que nuestros pueblos de América tenían una
actitud al parecer bastante natural hacia la muerte, ya sea en los sacrificios,
en los combates, en las guerras y hasta en la jerarquía o importancia que se le
daba a la muerte al pelear hasta la ultima gota de sudor para ganársela en los
juegos de pelota de Mesoamérica. En éste sentido, la muerte para nuestros
pueblos originarios no sólo era θεωρία (theōría o teoría) sino que era una πρᾱξις (praxis) total y radical.
Es decir, se vivía no sólo para vivir, sino que se vivía para morir y para
morir de la mejor manera posible. En
nuestros pueblos originarios no era tan importante como vivías sino como
morías. Es decir, no era lo mismo simplemente morir, que morir en combate o
morir en un sacrificio a alguno de los dioses del espectro precolombino. Por
ello, para nuestros ancestros precolombinos era tan importante el mundo como importante
lo era el inframundo.
Así las cosas, debió ser un choque o un trauma introducir en la
noción, en el entendimiento y en la práctica de vida de nuestros ancestros
(aquellos que se enfrentaron al proceso de la conquista) el concepto de la
muerte que trajeron a nuestras tierras los conquistadores, ambos; los que
traían un arma y los que traían la Biblia y la Cruz, o ante los que traían las
armas y la Biblia y también la Cruz, es decir, la muerte entendida como ese
pago que tenemos que hacer al final de nuestras vidas por el pecado original.
Justamente así fue como el cristianismo nos introdujo el concepto de la muerte –
como una cuña en la tierra fértil - y
nos abrió de lleno las puertas a la reflexión occidental al llevarnos a pensar
en la muerta como: a) inicio de un ciclo, b) fin de un ciclo o c) la
posibilidad existencial. A saber, si la vida y el alma tienen existencia después
de la muerte, entonces la muerte sería un bien para el alma ya que ésta ejerce
mejor su actividad sin el cuerpo (Plotino). Este es un concepto de la muerte
presente en aquellas ideologías que la ven como la antesala para una vida mejor
o como la entiende Schopenhauer quien compara la muerte con el ocaso del Sol,
que es al mismo tiempo, el nacimiento del sol en otra parte.
Por otro lado, es inevitable pensar en la muerte como fin de un
ciclo ya sea como reposo o cesación de los cuidados de la vida, como reposo de
los sentidos y de los impulsos que nos arrojan aquí y allá como marionetas,
pero reposo también de las divagaciones de nuestros razonamientos y de los
cuidados del cuerpo (Marco Aurelio). Como decadencia y disminución de la vida
(Leibniz), o como “inadecuación del animal a la universalidad, que es su
enfermedad original y es el germen innato de la muerte” (Hegel). Aquí es donde
nos vemos forzados a regresar al concepto bíblico de la muerte como el pago que
tenemos que hacer por el pecado original. La muerte, la enfermedad y cualquier defecto corporal
dependen de un defecto en la sujeción del cuerpo al alma. ¿Es decir, muerto el
cuerpo sigue existiendo el alma? La comparación con el descenso de los muertos al
Mictlan o al inframundo precolombino es inevitable y quizá por ello el
cristianismo se arraigó tan bien en nuestra cultura, porque así entendido la
muerte allá y acá siempre abrió una posibilidad existencial.
¿Qué debería ser entonces para nosotros la muerte? Si es siempre
la muerte de los otros y nunca la muerte de nosotros mismos, entonces es una
nada. Es decir, así entendida la muerte no existe. Y si cuando es nuestra propia muerte (cosa
que no podremos experimentar jamás) es la apertura o el comienzo de una nueva existencia,
entonces la muerte tampoco existe. Seria en ese sentido sólo tránsito o puente
o interregno entre dos reinos, el reino de los vivos y el reino de los muertos,
que dicho sea de paso siempre ha sido el reino de los justos, ya que los
muertos son los únicos que no pecan y por lo tanto son los únicos que pueden
ser considerados verdaderamente santos (o preséntenme a un vivo que jamás haya
pecado). ¿Estamos pues dispuestos, conscientes y contentos de cruzar hacia una
nada donde siempre seremos justos y recordados como Santos hasta que todos los
que nos rodean también hayan muerto y ya nadie nos recuerde y nadie los
recuerde a ellos y así hasta que el tiempo roce el infinito?